domingo, 24 de diciembre de 2017

Paz injusta


Si la paz que construimos está fundada en la injusticia, sólo estaremos replicando la crueldad del averno en la Tierra

Uno de esos términos que el mundo occidental contemporáneo – tan necesitado de sucedáneos religiosos – ha entronizado es el de ‘paz’. El pacifismo se ha tornado en un credo ideal que sólo los más despreciables hombres pueden refutar; en una actitud vital que le brinda al individuo la llave de la felicidad. Así, nos hemos acostumbrado a que nuestros líderes espirituales presenten la paz como el más importante de los fines que deben orientar la acción humana. Sin embargo, esta aseveración, como tantas de las escupidas por nuestras élites intelectuales, es manifiestamente mendaz.

Afirmar que la paz debe constituir el fin último de la sociedad se antoja tan disparatado como sentenciar que la conversación nos torna más sabios. Todo dependerá de la calidad de la conversación, así como todo dependerá de la naturaleza de la paz. Si en nuestras conversaciones no se da una unidad de bien, verdad y belleza, nuestro conocimiento de lo real no crecerá; si la paz que construimos está fundada en la injusticia, sólo estaremos reproduciendo la crueldad del averno en la Tierra.

Incluso los cristianos modositos – impelidos por las diatribas del Sumo Pontífice, que apoyó el ilegítimo ‘proceso de paz’ con las FARC en Colombia – han asumido como propia esa averiada visión que considera la paz, la ausencia de violencia y guerra, como el más deseable de los estados humanos. Y para justificar su deletérea postura, retuercen a Cristo hasta el punto de presentarlo como una obsoleta versión de Ghandi, como una suerte de apóstol del movimiento hippie. Pero lo cierto es que Jesús no fue un moderadito. Sus alegatos por la paz fueron, sin duda, menos contundentes que sus acciones en defensa de la justicia. Él nunca pronunció una palabra contra la guerra (tampoco a favor); Él podría haber permitido que los mercaderes siguieran profanando el Templo, mas antepuso justicia a paz.

Sólo una sociedad delicuescente, y alejada de la palabra de Cristo, exalta la paz por encima de todo lo demás. Y es que las sociedades moralmente sanas – aquéllas con ganas de pervivir –  son perfectamente conscientes de que pocas cosas hay tan opresivas como una paz fundada en la mentira y la fealdad; de que más valen cien guerras justas que una paz injusta. 

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