miércoles, 6 de diciembre de 2017

Dar las gracias

Cuando agradecemos, reconocemos que nuestra imperfecta insignificancia no merece ni cortesías ni requiebros; que nuestra pequeñez no es digna de la belleza del gran universo.

Todos hemos oído a nuestros allegados más provectos – que se criaron en una época de declive de los grandes principios morales, pero de vigor de los pequeños principios morales – clamar contra la mala educación de las nuevas generaciones. Mala educación que se manifiesta, entre otras cosas, en una contumaz incapacidad para dar las gracias. Así, cada vez es más inhabitual que el término ‘gracias’ constituya el eje fundamental de una conversación, y eso lo perciben nuestros ancianos. No obstante, su airada y justificada protesta no acostumbra a ahondar en las causas que motivan esos malos modos con que se conduce el hombre contemporáneo.

En mi opinión, nuestra renuencia a dar las gracias al hombre que nos deja atravesar la puerta antes que él – o al camarero que nos sirve en un restaurante – deriva de nuestra falta de humildad, de nuestro ensoberbecido orgullo. Éste nos hace percibirnos merecedores de un rojizo amanecer frente al Mar de Galilea y de un hermoso crepúsculo junto a la mujer que amamos. Nos lleva a creer que ameritamos tanto las delicias que cada día encontramos en nuestra mesa como el calor familiar de una cena navideña. El cegador orgullo nos lleva incluso a pensar que el hombre merece que Dios entregue su vida para liberarle de la onerosa carga del pecado.

Pero la esencia de la realidad es su condición de regalo inmerecido. El hombre orgulloso, que es el que prolifera en una época que niega toda limitación, no es capaz de admirar la grandeza de las cosas, pues está demasiado ocupado observando la mugrienta pequeñez de su ombligo. Todo acto de servicio lo concibe como un acto de justicia para con él, que merece tanto la noche estrellada como el dorado atardecer.


El orgullo, además de lastrar nuestra capacidad de asombro, nos impide dar las gracias. Porque, cuando agradecemos, reconocemos que nuestra imperfecta insignificancia no merece ni cortesías ni requiebros; que nuestra pequeñez no es digna de la belleza del gran universo. Por eso, al hombre hodierno, que ha renegado de su condición de criatura y ha ocupado ilegítimamente el trono del Creador, dar las gracias se le antoja el estúpido atavismo de un tiempo felizmente superado. 

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