miércoles, 25 de octubre de 2017

El progresismo y la libertad

El progresismo, en tanto que determinista, es la más deshumanizadora de las ideologías, pues no acepta la misma esencia del hombre.
Entre los más irracionales credos que uno puede encontrar, la fe en el progreso, tan común en Occidente desde las postrimerías del Siglo XIX, ocupa un puesto prominente. En nuestra delicuescente época, la historia es presentada como una línea recta que conduce ineluctablemente a la sublimación del ser humano a través de los avances técnicos y científicos. Un mal intelectual que, de no estar tan extendido, podría despacharse con esa risotada de suficiencia con que la verdad deja en evidencia a la mentira y la bondad destapa las vergüenzas de la maldad.

Tras el progresismo – así llamaremos a este mal intelectual – subyace una entronización del determinismo y una consecuente negación de la libertad humana. Quien afirma que el mero transcurso del tiempo implica, inevitablemente, una mejora de la salud moral de la sociedad rechaza que el hombre, con su libertad, sea el principal actor de la historia; rechaza, en definitiva, que el ser humano pueda alterar el curso de los acontecimientos. El progresismo, en tanto que determinista, es la más deshumanizadora de las ideologías, pues no acepta la misma esencia del hombre.

El progresista que lleva sus creencias hasta las últimas consecuencias niega que el hombre sea libre de elegir entre bien y mal, entre mejora y deterioro, entre verdad y mentira o entre justicia e injusticia. Le torna en marioneta de una obra de teatro cuyo desenlace ya está escrito; en animal que no sólo no puede aspirar a cambiar el mundo, sino que se sabe incapaz de cambiar a su propia familia. Así, lo sumerge en un paradójico y alienante pesimismo que tiene en el suicidio su más lógico final. Y es que, para alcanzar la plenitud, el ser humano necesita encontrarle un sentido a su existencia; necesita sentirse parte de un proyecto que pueda mejorar - o empeorar - con sus libres y creativas acciones.


Por fortuna, la mayor parte de quienes apelan al progreso como algo inevitable, como mero resultado del paso del tiempo, no han examinado con detenimiento el verdadero significado de sus palabras. Si lo hiciesen, si de verdad llegasen a la conclusión de que las acciones del hombre ni son libres ni tienen influencia alguna en el devenir histórico, se tumbarían en la cama y, pacientes, aguardarían a que el progreso salvara el mundo. 

domingo, 8 de octubre de 2017

El trabajo y la plenitud vital


Con el trabajo, el hombre pone su talento al servicio del prójimo; con el trabajo, el hombre desarrolla (o debería) su creatividad y su sentido de la belleza; con el trabajo, el hombre aleja de sí a Satanás, que encuentra en nuestro ocio su paraíso 

A ninguno de mis brillantes lectores se le escapa que muchos de los oficios hogaño desempeñados por personas serán, en un futuro más próximo que lejano, llevados a cabo por robots. Este hecho, del que sólo parecen hablar economistas de izquierdas y pensadores con honda conciencia comunitaria, debería en verdad turbar a todo hombre preocupado por su porvenir. No en vano, la plaga no sólo afectará a aquellas actividades de carácter eminentemente práctico, sino también a aquellos oficios que requieren de cierto ejercicio intelectual por parte del trabajador (ya hay robots que redactan noticias).

Como hasta un infante podría deducir, la consecuencia de esta entrada de la inteligencia artificial en el mercado laboral será una mayor e inexorable concentración de la riqueza. El paro crecerá, los salarios se reducirán y los empresarios amasarán una opulenta fortuna, pues poseerán tanto los medios de producción como la mano de obra. Ante esta situación, la clase política de los países occidentales no habrá sino de institucionalizar un sistema de limosnas que permita subsistir a esa masa social privada de su sueldo y de su trabajo y que, al tiempo, refrene las ansias revolucionarias.

Esta ominosa predicción, que de cumplirse constituiría el fin de la clase media, sólo podría evitarse alterando nuestra hodierna concepción del trabajo. De percibirlo como un costoso lastre del que el empresario ha de prescindir para maximizar sus beneficios – o de una onerosa y opresiva obligación – , debemos pasar a concebirlo como un sendero que el hombre tiene que atravesar, necesariamente, en su camino hacia la vida plena. Con el trabajo, el hombre pone su talento al servicio del prójimo; con el trabajo, el hombre desarrolla (o debería) su creatividad y su sentido de la belleza; con el trabajo, el hombre aleja de sí a Satanás, que encuentra en nuestro ocio su paraíso. Es por ello por lo que privar al ser humano de él, de la faena cotidiana, se antojaría tan nocivo para su espíritu como pernicioso sería para su cuerpo privarle de agua.

Por otro lado, y derivado de esto, eludir la masiva entrada de la inteligencia artificial en el mercado laboral exigiría un cuestionamiento de la esencia misma de la modernidad, que no estriba sino en la asunción de que la naturaleza humana debe adaptarse a las condiciones. Si anhelamos preservar un sistema social justo, habremos de recuperar la medieval idea de que son las condiciones las que han de adecuarse a la naturaleza humana; de que el modelo económico, y no al revés, debe estar al servicio del hombre, ese extraño ser que sólo puede encontrarle sentido a su existencia poniendo sus talentos al servicio de algo. 

Cuando aceptemos el carácter dañino de los modelos económicos que no se amoldan a la naturaleza humana y reconozcamos que el trabajo es un medio indispensable para alcanzar la plenitud vital, concluiremos que privar a más de la mitad de los hombres del trabajo constituiría uno de los más graves crímenes jamás perpetrados.