sábado, 27 de mayo de 2017

Por una economía al servicio del hombre corriente

Por toda Europa están emergiendo partidos políticos que denuncian los efectos perniciosos de los movimientos migratorios masivos y de la globalización para las clases medias y bajas occidentales. Estos partidos, que han hecho de la defensa del Estado- Nación su más representativa bandera, son motejados por las formaciones tradicionales – las sistémicas – de ‘populistas’ y ‘extremistas’. No obstante, merece la pena preguntarse cuáles son los motivos que los han alzado, pues los movimientos políticos no son producto de mentes arbitrarias que repentinamente deciden crear un sistema de ideas, sino que responden realidades sociales concretas. Así, el comunismo nació cuando los obreros, como consecuencia de sus miserables condiciones laborales, deseaban volver a ser vasallos; así, el fascismo surgió cuando las ideas liberales eran constantemente cuestionadas como resultado de la I Guerra Mundial y sus efectos colaterales.

Hace unos años, el obrero occidental se ganaba la vida en una fábrica y tenía un salario digno con el que podía mantener a dos o tres vástagos. Además, la posibilidad de que lo despidiesen se le antojaba remota. Hoy, ese mundo de justicia social y de estabilidad se ha desvanecido. O, mejor dicho, ha sido destruido por una cosmopolita plutocracia que ha percibido en la globalización una pintiparada oportunidad de hacer negocio.

En los últimos treinta años, las deslocalizaciones industriales se han sucedido como disparos en un tiroteo. Las empresas descubrieron en Asia mano de obra barata con la que reducir los costes de producción y, en un contexto en el que no había más monarca que el dinero, no dudaron en dejar a sus trabajadores occidentales con una mano delante y otra detrás. Para percatarse de tamaña tragedia, basta con echar un vistazo a las otrora ciudades industriales de Ohio, Pensilvania y Wisconsin: nada queda ahí de ese mundo humeante que a casi todos daba trabajo. Y es que ese mundo humeante emigró a tierras donde los gobiernos le permiten esclavizar a los trabajadores.

Insatisfechos con sus deslocalizaciones, los plutócratas, que son quienes en verdad nos gobiernan, han promovido movimientos migratorios masivos desde países del tercer mundo – especialmente islámicos – hacia los países occidentales. El propósito es igual de ominoso: abaratar la mano de obra. ‘Como los inmigrantes están dispuestos a trabajar por cualquier salario, contratémoslo. Y al trabajador autóctono, que le den’, piensan.

La consecuencia de todo esto es una clase media occidental proletarizada; unos obreros forzados a competir con asiáticos que trabajan dieciséis horas al día por cuatro duros y con inmigrantes que están dispuestos, naturalmente, a aceptar los sueldos más indignos. En este contexto, parece lógico que los trabajadores medios opten por apoyar a esos partidos que plantean una alternativa a ese sistema que los ha arruinado; a ese sistema que, para beneficiar a unos pocos, los ha despojado de todo cuanto tenían.

Algunos plantean, cegados por un inhumano dogmatismo, que los occidentales debemos adaptarnos a las nuevas condiciones económicas y, por tanto, avenirnos a cobrar menos y a trabajar más. Ése es el único modo, dicen, de salvarnos del feroz oleaje de la globalización y el libre comercio. No obstante, la ilegitimidad de este razonamiento es manifiesta, pues trata de acomodar el alma humana a las condiciones; supedita el alma humana a un modelo económico concreto.

El hombre, como piedra angular de la creación divina, debe ser el centro de todo modelo económico. Es la economía la que debe adaptarse al espíritu humano, y no al revés. Si el libre comercio y la globalización son malos para el hombre, peor para el libre comercio y la globalización.