miércoles, 28 de septiembre de 2016

Legalizando el vicio

Hace ya unos años, el presidente del Partido Popular europeo aseguró, con imprudente y escasamente calculadora sinceridad, que uno de los grandes logros de la ya agónica Unión Europea es el libre acceso a películas porno. No se trata de una afirmación simplemente estúpida, como podría pensar el lector, pues tras ella subyacía uno de los más perniciosos males que afligen al Occidente posmoderno: la legalización del vicio, de la inmoralidad. Y es que hogaño, cuando el relativismo es exaltado con injustificable regocijo, la ley ha perdido todo sentido moral, toda aspiración a ser el basamento sobre el que el pueblo cimente su camino hacia la virtud.

Precisamente por esta renuncia a que la ley presente un componente moral, las masas adocenadas del basurero europeo asisten, desconcertadas o embelesadas, a la legalización de prácticas abominables como la prostitución o la pornografía y de actos tan palmariamente deleznables como el aborto. Los lectores liberales de esta página – me consta que se cuentan por miles – señalarán que la legalización de menesteres como los aquí recogidos es una cuestión de libertad. ¿Quién es el Estado para prohibir que yo me degrade como me dé la gana?, se preguntarán. Ellos no han comprendido aún que la libertad, para ser digna de tal nombre, debe estar orientada al bien y que, de no estarlo, no puede ser sino tildada de mero voluntarismo o, en el mejor de los casos, de libre albedrío.

No se trata, no obstante, de construir un Gran Hermano orwelliano, una Ginebra de Calvino, que persiga toda práctica inmoral y destruya la vida privada del hombre. Se trata, más bien, de que la ley se erija en azote de los vicios más graves y más dañinos para el bien común. Así lo expresó Santo Tomás de Aquino en su Suma Teológica: “La ley humana no prohíbe todos los vicios de los cuales se abstienen los virtuosos, sino sólo los más graves, aquéllos que la mayor parte de la multitud puede evitar, y sobre todo los que van en perjuicio de los demás, sin cuya prohibición la sociedad humana no podría sostenerse”.

Ingenuamente, se considera que legalizar la inmoralidad no implica que ésta vaya a ser abrazada por más gente. Pero lo cierto es que legalizar implica normalizar. La ley, desgraciadamente, se ha tornado en un medio de ingeniería social, en herramienta que los poderes en la sombra utilizan para generalizar, entre la sociedad, un mal antes rechazado por ésta. Así, cuando se legalizó el aborto, no había grandes manifestaciones en las calles exigiendo el derecho a destripar fetos; así, cuando se legalizaron los “matrimonios homosexuales”, quienes reivindicaban ese oxímoron podían contarse con los dedos de una mano. Ahora éstas son prácticas comunes y aceptadas. Lo cierto es que los gobiernos nacionales - hoy fieles cipayos de los dictámenes del Nuevo Orden Mundial - se han venido sirviendo de la ley para provocar cambios sociales tan profundos que se antojan prácticamente irreversibles a corto y medio plazo. ¿O acaso alguien cree que podemos aspirar a acabar con las operaciones de “cambio de sexo” en los años más inmediatos?


Hoy, la mayor aspiración del mal es entronizarse mediante la ley. Y es que, en una época en que lo moral se equipara a lo legal, figurar en el Boletín Oficial del Estado es la manera más fácil que el vicio encuentra para hacerse pasar por virtud y, y ya de paso, obtener un consuelo del que su propia naturaleza le priva.

lunes, 12 de septiembre de 2016

La paz colombiana o la muerte de la justicia

Corría el año 1957 cuando izquierdistas y derechistas acordaron, en Colombia, establecer un sistema de alternancia en el poder para acabar con la dictadura de Rojas Pinilla. Este régimen político, que sentaba sus bases en la democracia, brindó una estabilidad a Colombia por la que sus gentes clamaban desde años atrás. No obstante, dejó al margen del tablero político a sectores sociales que, fatalmente inspirados por la reciente Revolución cubana, anhelaban llevar a la tierra natal de García Márquez los ominosos vientos del comunismo. Esto, al menos en parte, provocó el surgimiento de la guerrilla de las FARC, cuyas prácticas narcoterroristas han sido padecidas por una ingente cantidad de personas hasta hoy.

Precisamente hogaño el mundo celebra unos acuerdos de paz, firmados por el Gobierno colombiano y la narcoguerrilla, que pondrán fin presuntamente a un conflicto que hunde sus raíces en la turbulenta década de los sesenta. Sin embargo, el alborozo exhibido por la comunidad internacional a este respecto no puede ser más infundado. Y es que el pacto de paz alcanzado en La Habana – la ubicación no es casual – se cisca en los conceptos de justicia y moral, y fracasa cuando de diferenciar entre víctimas y victimarios se trata. Así, prevé condenas irrisorias para los miembros de las FARC que reconozcan sus delitos, garantiza la elegibilidad política a los integrantes de la narcoguerrilla y no asegura, ni mucho menos, que ésta vaya a dejar de obrar como un cártel violento. Tal es el agravio al que los acuerdos someten al pueblo colombiano que su Gobierno se las ha ingeniado para que aquéllos sólo requieran, a fin de ser refrendados, un 13 por ciento de votos afirmativos en el plebiscito que se celebrará dentro de algo más de dos semanas.

El presidente colombiano, Juan Manuel Santos, ha echado por la borda, con su claudicante acuerdo, el legado de ex mandatarios como Andrés Pastrana y Álvaro Uribe, que sudaron sangre para combatir a las FARC. Y con resultados. No en vano, el Plan Colombia – una de las pocas ideas felices de la Administración Clinton – y la firmeza de Uribe permitieron reducir los cultivos de coca de 180.000 hectáreas a 40.000 (hoy, bajo el Gobierno de Santos, éstos se extienden hasta las 200.000 hectáreas).


Influido por una norma despreciable que goza de salud vigorosa en nuestros días, el ejecutivo colombiano ha elegido la alternativa de la paz a cualquier precio, como en su momento hizo Zapatero con ETA. Sin embargo, por mucho que se afane la corrección política, la paz no es y no será nunca un fin en sí mismo, pues está – o al menos debiera estar – supeditada a conceptos como la justicia y el bien. Es más, quien, como Santos, renuncia a la justicia en aras de alcanzar la paz habrá de vivir con la certidumbre de que no encontrará jamás ni la una ni la otra.