domingo, 26 de junio de 2016

"Brexit" o el triunfo de la soberanía nacional

El pasado jueves, nos llevamos una grata sorpresa quienes aún creemos en el estado-nación como construcción política básica para el desarrollo de sociedades libres y cohesionadas. Reino Unido, en el que puede considerarse su acto más digno desde que comenzase su decadencia tras la II Guerra Mundial, dijo “no” a la Unión Europea; dijo “no” a esa banda de burócratas que, sin haber sido elegida por nadie, pretende despojar a los diversos pueblos europeos de su identidad cultural, política y religiosa.

Como comprenderán, la reacción al "Brexit" del Nuevo Orden Mundial, que sólo asume la democracia cuando ésta beneficia sus intereses, ha sido fulgurante. Inmediatamente, ha tratado de hacernos ver que la victoria del “no” a la UE era en verdad el triunfo del populismo más rancio. Ya hemos advertido en esta tribuna que, en el Occidente hodierno, todo lo que se sale del sistema es tildado de populista. ¡Viva la libertad de pensamiento!

 Los acólitos del mundialismo no se han quedado ahí, no obstante. Con la aviesa intención de deslegitimar el resultado del referéndum, han puesto especial énfasis en el hecho de que hayan sido los más ancianos quienes han votado en favor del “Brexit”, sugiriendo sutilmente que a éstos debería habérseles privado del derecho a votar. Como les ciega el adanismo, son incapaces de percibir que esta denuncia propia de plañidera de cuarta división no hace sino ensalzar la causa del “Brexit”. Al fin y al cabo, como ya nos enseñó Homero en la Iliada, las civilizaciones más fuertes son aquellas que encargan a sus mayores – esto es, a los sabios, a los experimentados – la toma de las decisiones de más enjundia.

A los soberanistas - a quienes defendemos la cooperación económica, pero no la unión política - sólo nos queda rezar por que el ejemplo británico cunda en el resto de países europeos. Ojalá Polonia, Hungría, Austria, etc. den el paso y desafíen a esa sombría burocracia que hoy detenta, de facto, el poder en buena parte de los Estados de Europa. Si siento este deseo, créanme, no es por un súbito ataque de demencia, sino porque la Unión Europea se ha revelado como una superestructura que, alejada del pueblo, atenta directamente contra los valores que forjaron el verdadero espíritu europeo.


Al solaz que el “Brexit” ha provocado en mí se le une la desazón de saber que, en España, cualquier gobierno que salga de las elecciones de hoy seguirá el lacayuno patrón del papanatismo europeísta. Los tres partidos “constitucionalistas”, quizá por su manifiesta hispanofobia, abogan por ceder más soberanía a una institución que no ha hecho sino desmantelar nuestro sector industrial y arruinar a nuestros agricultores; a una institución que, con sus malhadados dictámenes, ha proletarizado a nuestra clase media.

domingo, 19 de junio de 2016

Anticonceptivos y aborto

Una de las más falaces afirmaciones repetidas por el Nuevo Orden Mundial es la que señala que, a medida que se incrementa el uso de anticonceptivos, desciende el número de abortos. Así, son ingentes los partidos políticos, generalmente en el espectro del centro-derecha, que llevan en su programa electoral la farisaica propuesta de repartir preservativos, como se reparten caramelos, en aras de disminuir la cantidad de abortos. Simulan, pues, desconocer estudios como el publicado por la revista “Contraception” en el año 2011, que prueba que, cuantos más son los condones distribuidos, más son los bebés abortados.

La realidad que se parapeta tras los anticonceptivos es la banalización del sexo, al que sutilmente se despoja de sus dos fundamentos más esenciales: el amor y la procreación. Por un lado, los preservativos – y la filosofía hedonista que subyace tras ellos – contribuyen a que el hombre vea en el sexo, y por tanto en la persona con que se comparte el momento, un mero instrumento de placer; un simple medio para satisfacer instintos. Lo aleja, de este modo, de su más honda atribución, que no es sino reflejar el amor entre dos personas; un amor que se manifiesta en forma de entrega plena al otro. Por otro lado, el condón atenta, de forma si cabe más evidente, contra el que por designio de la misma naturaleza debiera ser pilar irrenunciable del acto sexual: la vida. Un sexo que, por medios artificiales, cierra las puertas a la procreación es un sexo enfermo, cojo, que bien podría asemejarse a una tarta de limón sin base de galleta.

Esta banalización del coito, que se consuma, como hemos dicho, desprendiéndolo de sus atributos más elementales, supone un aumento de las relaciones sexuales, evidentemente. El sexo deja de ser algo único - deja de ser retrato de un sugestivo proyecto de vida común - para tornarse en un hecho tan nimio como la siesta dominical.

El incremento de las relaciones sexuales implica, a su vez, un aumento de los embarazos. No es necesario ser San Agustín para percatarse de esto, y más si se atiende a los continuos “fallos” de los anticonceptivos. Las mujeres encintas y sus parejas, inmersos en un clima social que promueve la irresponsabilidad y que desprecia la vida humana, perciben en el aborto una salida razonable, con el inestimable consejo, por cierto, de médicos que violan sin reparos el juramento hipocrático y de políticos que, desde la comodidad de sus despachos, hacen ingeniería social.

El resultado de este abominable proceso es el sacrificio de millones de seres humanos cada año. No es casual que Planned Parenthood, cuyas arcas se nutren fundamentalmente del ponzoñoso negocio del aborto, inste a las masas a usar preservativos. Los que manejan esta multinacional del mal saben mejor que nadie que, mientras el sexo sea presentado como algo fútil e irrelevante, ellos mantendrán, con salud vigorosa, su chollo.


No tardará en proclamarse una religión que, a la vez que exalte la lujuria, prohíba la fecundidad” (Gilbert Keith Chesterton)

miércoles, 8 de junio de 2016

El creador y la criatura

Hace unos días, me preguntaron a qué responde el auge de Podemos, cómo comenzó su travesía hacia el poder. Yo, tras meditar unos segundos, contesté que se debía a la traición perpetrada por el PP contra sus electores, naturalmente. Ante lo aparentemente descabellado de la respuesta, mi interlocutor me miró con incredulidad, como poniendo en cuestión mi antaño incuestionable capacidad para analizar la realidad política española. Bien, lo cierto es que no he perdido mis facultades – torpes, qué duda cabe – para explicar la situación política española: si a alguien hemos de achacar el ascenso de Podemos, es a Mariano Rajoy Brey.

Todo comenzó cuando el PP decidió traicionar los puntos más sustanciales de su programa electoral. En ese momento, los electores, descontentos con un partido al que habían brindado un entusiasta apoyo en 2011, empezaron a mirar con buenos ojos el refugio de la abstención o el cobijo de algunas formaciones políticas emergentes. Así, las encuestas – esos efectivos instrumentos de movilización del voto – manifestaban, vez tras vez, un reseñable descenso de votantes del PP. Ante esta situación, los palmeros de Rajoy, que creyeron más lógico alimentar el comunismo que enmendar los errores cometidos, pergeñaron una estrategia que no podía fallar: apelar al voto del miedo.

Es en este punto cuando aparece Pablo Iglesias. Súbitamente – o más bien por expreso encargo de los ominosos augures demoscópicos del Partido Popular - el barrabás de la España contemporánea comenzó a aparecer día y noche en los platós de televisión. De este modo, aprovechando el descontento social provocado por la corrupción y la dramática situación económica, Iglesias alcanzó la notoriedad suficiente para formar un partido político, cosa que hizo allá por el invierno del 2014. ¡Et voilà! Rajoy ya había creado el monstruo que le permitiría recuperar a esos votantes que, traicionados, jamás regresarían al seno de su partido de no existir la fiera comunista.

Fueron sucediéndose las elecciones, y la bestia engordaba sobremanera, pues devoraba con fruición la pitanza del PSOE. Los populares se percataron de que este desmedido crecimiento de la criatura les venía muy bien; alimentaba el miedo, que era el único recurso al que podían echar mano para no caer en la insignificancia de los setenta diputados. Y, así, siguieron lanzando carne al ser. Podemos en las televisiones por el día, Podemos en las televisiones por la noche.


Y con estas condiciones llegamos a la campaña de las elecciones del 26 de junio. Al PSOE, tras haber perdido su merienda, bien podríamos asemejarlo a un fútil espectro; Podemos, ya obeso, se encamina desatado al asalto del cielo; y el PP, contumaz como el demente que golpea su cabeza contra un muro, sigue deleitando a los más fieles de la parroquia con los repugnantes acordes del miedo. Lo más trágico de todo esto es que algunos sigan viendo como valladar frente a la criatura a aquellos que no hicieron sino desenjaularla.