viernes, 25 de marzo de 2016

La Europa cobarde

Los atentados de Bruselas han venido seguidos de lágrimas secretadas por el conjunto de la sociedad occidental. Lágrimas en forma de bandera, lágrimas en forma de “je suis” y lágrimas en forma de “vencerá la democracia”. Lágrimas, en apariencia, sentimentales, emotivas, con un entrañable toque de postureo. Sin embargo, si uno trasciende lo material para remontarse a lo espiritual, se percatará de que son éstas lágrimas de cobardía, lágrimas cuyo mayor anhelo es, tristemente, no enfrentarse a la dura realidad que nos acucia.

Pocos discutirán que no hay mayor muestra de cobardía que rehuir el enfrentamiento con la realidad. Los europeos preferimos no reconocer que estamos en guerra. En una guerra sucia, en una guerra que nos enfrenta a bárbaros que se aprovechan de nuestra tolerancia para habitar entre nosotros. Preferimos pensar que nuestro enemigo es algo tan abstracto como el terrorismo; un terrorismo que, decimos, nada tiene que ver con el islam. Mas no es así. Incluso los políticos más iletrados son plenamente conscientes de que la yihad es una constante en la historia del islam. Preferimos pensar, cual si fuésemos ingenuos niños de cuatro años, que el islam es compatible con Occidente, que los musulmanes pueden integrarse a nuestra forma de vida. No obstante, lo cierto es que jamás se adaptarán; jamás aceptarán principios tan occidentales como la separación entre los asuntos de Dios y los del césar, la igualdad de todos los seres humanos y la libertad.

Hoy, Europa ha decidido continuar refugiada en el ilusorio mundo de las vacaciones pagadas y las masturbaciones diarias; en el ilusorio mundo del hedonismo y el “carpe diem”. Los europeos creemos que la libertad y la seguridad no implican sacrificios, que son un derecho del que nadie nos puede privar. Y lo más trágico es que nos parapetamos tras esta pueril creencia para no asumir la realidad.


Europa tiene dos enemigos. El primero de ellos es el islamismo. Es éste un enemigo sin escrúpulos, cruel, perfectamente conocedor de su objetivo, al contrario que nosotros. El segundo es nuestra conciencia. Sí, esa conciencia débil que nos impide reconocer la realidad y enfrentarnos a ella; esa conciencia débil que nos invita a mirar para otro lado aun cuando somos conscientes de que lo peor está por venir; esa conciencia débil que nos postra como a miserables ante un enemigo que sabe que nos tiene a su merced.

sábado, 19 de marzo de 2016

El desarme intelectual de los católicos

Señalaba Juan Manuel de Prada, en una entrevista, que el principal mal que aflige a los católicos es el de la compartimentación de su existencia. Y es que se torna bastante difícil cuestionar que los católicos hodiernos, influidos por la perversa filosofía de nuestro tiempo, tendemos a reducir la fe a una práctica rutinaria que se repite cada domingo, negando su irrefutable dimensión intelectual. En un afán, a veces inconsciente, de adaptar la religión católica al paganismo de la época, tomamos como nuestras ideologías materialistas que promueven principios patentemente incompatibles con el cristianismo como el individualismo, la ausencia de libertad profunda del hombre, el relativismo... Así, es habitual ver a católicos defender enardecidamente los, según ellos, beneficiosos frutos del capitalismo o hablar, con la boca hecha agua, de las bondades morales del marxismo. Incluso, si se ponen ustedes a la tarea, queridos lectores, verán medios de comunicación de la Iglesia protegiendo los intereses de partidos manifiestamente anticatólicos.

Este desarme intelectual fustiga las vidas de casi todos los católicos, desde la del tradicional feligrés de pueblo hasta la del más virtuoso de los obispos. Asumimos, de forma contumaz, eso que afirman los ignorantes de que la religión es irracional. Consideramos, quizás, que nuestras reflexiones, anhelos y creencias no deben tener cabida en la vida pública, que nuestra forma de vivir – basada en el amor y la moral – no está sino condenada a adaptarse a los dogmas del Siglo XXI. Cuántas veces habrán oído ustedes a un católico decir esta majadería en referencia al aborto: “Yo no lo haría, pero no puedo prohibir que los demás lo hagan”.


La falta de referente intelectual es uno de los grandes dramas del católico de nuestro tiempo. Le deja indefenso, sin réplica posible, ante los grandes retos que la posmodernidad le plantea: aborto, ideología de género, relativismo. Es fundamental que la Iglesia vuelva a ser el faro del mundo; que los católicos abandonemos el ponzoñoso seno de las ideologías y volvamos a abrazar - también en la vida pública, en la política y en la moral – los principios que la Iglesia ha abanderado desde tiempos inmemoriales. Y es que, en caso de no hacerlo, acabaremos fagocitados por el voraz monstruo de la posmodernidad.

viernes, 4 de marzo de 2016

A mí sí me gusta Donald Trump

Donald Trump es una de las personas del panorama internacional que más ha padecido el ensañamiento de los medios de comunicación españoles. Éstos han tildado al magnate - ahora tornado en un político con tintes de showman - de xenófobo, racista, fascista y de no sé cuántos adjetivos de cariz despectivo más. Ya saben, el Tribunal de la Santa Corrección Política establece que quien ose no ceñirse a sus propios dictámenes debe ser vituperado sin contemplaciones.

Les confesaré algo. A mí me gusta Donald Trump. Me gusta políticamente, digo. Quizá sus formas no sean las ideales, pero éstas quedan relegadas a un segundo plano por la valentía de sus promesas y la veracidad de sus denuncias. No busquen en él a un hombre moderado, pues no lo es. No busquen en él a un político humilde, pues tampoco lo es. Trump es, más bien, un rebelde; es el síntoma de una sociedad estadounidense hastiada de sus élites políticas y anhelante de que éstas hablen en los mismos términos que emplea el buen americano que hace cola en el Burger King.

El multimillonario es la nota verdaderamente discordante. En un mundo cada vez más tendente al protervo mundialismo, ha tenido el arrojo de defender la identidad nacional estadounidense con propuestas; con propuestas que se materializarán en un control más severo de las fronteras y en un indispensable proteccionismo económico. Trump, básicamente, representa a todos los que creemos que no es inmoral sino natural preocuparse más por el compatriota - con el que se comparte una historia, una lengua, una tradición - que por el buen hombre que mora en un país lejano.


Trump es el único precandidato republicano (junto a Cruz, quizás) que le sienta como un puntapié en las posaderas al Nuevo Orden Mundial. Es la voz de los norteamericanos que no quieren que sus tradiciones, su cultura y sus valores queden disueltos en el orgasmo sin fronteras del mundialismo; la voz de quienes desean recuperar el sueño americano; la voz de quienes anhelan tornar a Estados Unidos grande de nuevo. Ojalá algún político español fuese así.