viernes, 29 de enero de 2016

La verdadera dicotomía

Ya cogida con pinzas desde su origen en aquella inestable Asamblea francesa, la dicotomía izquierda-derecha está, hogaño, desfasada. Por lo menos, en la Unión Europea. Y es que si atendemos a los programas de los partidos tradicionalmente considerados de derechas y los tradicionalmente tildados de izquierdistas, nos percatamos, sin demasiado esfuerzo, de que éstos coinciden en lo fundamental: mundialismo, ideología de género, capitalismo más o menos light y “cristofobia”. Esta coincidencia, en aras de mantener una ficción que le sale muy rentable, es parapetada por el Nuevo Orden Mundial tras un fariseo muro de discrepancias en lo accesorio, de debates de elevado tono y de medios de comunicación bien amaestrados.

Con ojo crítico y atento, nos daremos cuenta de que la verdadera división es la que se abre entre quienes defienden el orden ya establecido y los que, en abrumadora minoría y ante adjetivos como “fascista” o “integrista", no renunciamos a cambiarlo; entre lo políticamente correcto y lo no políticamente correcto. Es decir, entre quienes están cómodos con el mundialismo, el multiculturalismo, la ideología de género y sus expresiones (abortismo, homosexualismo), el capitalismo global y el anticristianismo; y entre quienes defendemos el orden tradicional de las cosas: las identidades nacionales, el cristianismo, la familia natural, la vida como valor inalienable y la tradición y la cultura como pilares del ser humano libre. La conservación de la dicotomía izquierda-derecha no es sino el avieso intento de narcotizarnos, de alejar al pueblo del verdadero debate.

Para demostrar esto, basta con atender a la situación europea. Los burócratas de la UE, sin excepciones entre progresistas, conservadores y liberales, se han dedicado, durante este tiempo, a atacar y calumniar a Viktor Orban, a Putin y al nuevo gobierno polaco, defensores del orden tradicional de las cosas. Los ven peligrosos, dañinos para su utópico proyecto. En España, por ejemplo, los llamados conservadores del PP han aplicado íntegramente el programa del PSOE y han silenciado, con ardides de la peor calaña, a VOX, un partido que ha mostrado su compromiso con la familia, la vida y la patria. Son éstos (Putin, Orban, Abascal), con sus diferencias, la verdadera amenaza al consenso relativista y mundialista.


Cuando los políticos o los periodistas les hablen de izquierda-derecha, mírenles con recelo. Voluntaria o involuntariamente estarán contribuyendo a mantener una ficción que nos aleja del debate esencial. Hoy, con todos los respetos, la cosa no va de bajar o subir los impuestos. Hoy, lo que nos jugamos es la preservación de la cultura occidental, de la cosmovisión cristiana y, por tanto, de la tradición, la familia y la vida. Que no les confundan con debates insustanciales, que no les manipulen con infundadas dicotomías.

viernes, 22 de enero de 2016

Dos niños y tres jóvenes

Andaba yo la semana pasada en el Metro. Estaba cansado, exhausto, después de un día duro. Mis ojos se entrecerraban cada pocos segundos y mi cabeza pugnaba por mantenerse erguida, haciendo frente a la fiereza de un cuello deseoso de ceder. Durante una de las cabezadas, reparé en dos niños que leían, con fruición, sendos libros. Estaban frente a mí. A veces, se detenían, levantaban la vista y, con una sonrisa de oreja a oreja, comentaban las experiencias en que las novelas les sumergían. A su lado, había tres jóvenes que, en tono obsceno y grotesco, comentaban las bondades físicas de quien había de ser una compañera de clase: “Tiene un polvo…”; “has visto qué culo tiene” y un largo y bochornoso etcétera.

La imagen era increíblemente reveladora y contradictoria. De un lado, estaban la ilusión y la inocencia de dos niños educados en el amor a la cultura y a la belleza. Del otro, la perturbación y la lujuria de tres pobres jóvenes, víctimas de la sistemática intoxicación de televisiones, “Internetes” y demás bazofia propia de nuestro tiempo.  Virtud frente a vicio; salvación frente a condena; lucidez frente a adocenamiento. No se trata de un maniqueísmo torticero – ya me gustaría – sino de la triste realidad de nuestros días.

Los protagonistas de la escena representaban, sin pretenderlo, la descarnada metáfora que retrata a toda sociedad posmoderna; la descarnada metáfora que nos presenta a dos tipos de hombre de los que ya habló Ortega y Gasset. Por un lado, el hombre noble (en este caso, ambos niños), el hombre que hace frente a la ausencia de moral imperante y a la oprobiosa tiranía de los instintos. El hombre que está dispuesto a nadar contracorriente, que combate el vicio blandiendo la espada de la belleza y la lucidez. Por otro lado, el hombre masa (en este caso, los tres jóvenes), el hombre que es, cuando menos, barco a la deriva. El hombre que ha sucumbido al relativismo y al hedonismo, que se ha tornado en simple títere manejado por las emponzoñadas manos del Nuevo Orden Mundial. El hombre alienado, el hombre sin historia, el hombre animalizado que a unos pocos con excesivo poder les ha interesado construir.


Es cierto que en toda sociedad a lo largo de la historia ha existido la ineluctable dicotomía entre hombres lúcidos y hombres animalizados. Sin embargo, no me negarán que, hogaño, los lúcidos y virtuosos son escasos. Anormalmente escasos.