lunes, 28 de septiembre de 2015

Epístolas americanas


Hello honey,

Acabo, tras cinco intensos meses, mi periplo en España. En este tiempo, me he empapado de su tradición, de su gente, de su gastronomía. Qué gran país. Sin embargo, he podido ver cosas que jamás pensé que vería, actitudes propias de un país avergonzado de sí mismo, comportamientos que descubren a una sociedad enfrentada con su gloriosa historia. En cierto modo, los españoles parecen sentirse culpables por algo que no alcanzo a comprender y que, probablemente, ni ellos entiendan. Me ha llamado mucho la atención su forma de amar a la patria.

He podido ver cómo en la final de una competición futbolística llamada “Copa del Rey”, decenas de miles de personas pitaban al himno de España al tiempo que su presidente - el de la Comunidad Autónoma de esos que silbaban - sonreía con insolente autosuficiencia. ¿Te imaginas que eso ocurriese en nuestro país? El castigo sería ejemplar. Pues bien, aquí, en España, los responsables de ese deleznable comportamiento quedaron impunes. Los miserables.

He podido ver cómo los partidos políticos que defienden la unidad de España ante el delirio independentista catalán se autodenominan “fuerzas constitucionalistas”. ¿Acaso es la Constitución de 1978 lo único que los mueve a defender la unidad nacional? ¿Acaso proteger la unidad de la patria no es un imperativo moral, exista o no Constitución? Me voy algo desconcertado; pareciera que no hay historia antes de lo que ellos bautizaron como “Transición”. Bloody hell.

He podido ver que el principal argumento para defender la indisolubilidad de la nación es aquel basado en las monedas y los billetes. “La pela es la pela”, dicen. Así que, si de pronto el interés económico recomendase la fractura de España, esos que ahora se envuelven con cinismo en la bandera rojigualda no tendrían reparo en despedazarla, en triturarla como si de un sucio trapo cubierto de mocos y mugre se tratase. Amazing.

He podido ver cómo, tras unas elecciones catalanas que se plantearon como plebiscito entre unión y separación, esas fuerzas constitucionalistas daban saltos de alegría al saber que un 53 por ciento de los catalanes quieren seguir siendo españoles. Ni rastro de la necesaria autocrítica; como si los partidos constitucionalistas y su tibia defensa de la unidad nacional no fuesen responsables de la irresoluble situación.


En fin, darling, embarco ya. Cuando llegue, te contaré las peculiaridades españolas con algo más de detalle. See you.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

En defensa de los toros


El otro día veía en televisión, al tiempo que mi tez se enrojecía de ira, una manifestación antitaurina de éstas la mar de progres. Los individuos – llamarlos personas sería demasiado a juzgar por su comportamiento – que abarrotaban la siniestra concentración gritaban algo así como “¡no al asesinato!” y vestían ropajes embadurnados de pintura roja al más puro estilo de película de zombies. Quizás era eso lo único que les confería una miaja de encanto. Incluso de ternura. Todavía les espero en alguna manifestación contra el aborto clamando por el derecho a la vida.

Sé poco de toros. Lo suficiente, eso sí, para escribir este artículo y ciscarme en la madre que parió a los de la manifa. El toreo es el relato de una vida en veinte minutos. En él fluyen, como lágrimas que caen sobre los pómulos de una mujer despechada, los atributos que, inexorablemente, marcan la vida del hombre bueno. El honor, la dignidad, la fe, la vergüenza y la elegancia del torero; la noble bravura del toro que pretende morir matando. Y ante ellos, un público sabio que condena la crueldad y aplaude la valentía; que desprecia la mediocridad y busca la excelencia.

Los que se llenan la boca diciendo que proscribirían la tauromaquia olvidan siempre mencionar que los toros de lidia viven como rajás hasta que saltan al ruedo, donde se les ofrece la oportunidad de morir dignamente, de morir dejando su pequeña huella de pezuña en la superficie enfangada de la historia. Olvidan mencionar que, sin la tauromaquia, el toro bravo se habría extinguido tiempo ha. Desconocen, supongo, que los animales – y los toros son animales - no son sujeto de derecho en tanto que a éstos no se les puede pedir obligaciones. ¡Hagamos al toro acatar las leyes! Y si mata, a la cárcel. Sería la gota que colmase el vaso rebosante de nuestra demencia.


A los de las manifestación les importa un higo la suerte del toro; les es indiferente que éste sufra o que se fume un puro. Atacarían también el mus si hallaran forma de hacerlo. Les mueve la patológica aversión de la izquierda hacia España, el irremediable desprecio por su tradición. Camuflan de bondad y empatía lo que no es sino muestra de incurable resentimiento, de insano rencor. No descansarán hasta que la cultura de una de esas tres o cuatro patrias que construyeron el mundo acabe arrojada en el basurero del olvido.

domingo, 6 de septiembre de 2015

Refugiados


El emotivismo, que siempre deja de lado la razón y la lógica, no conduce a ninguna parte. Redacta titulares facilones, alcanza conclusiones simplistas y saca fotografías impactantes, poco más. Desecha la reflexión sosegada, el análisis riguroso; sólo le importa provocar un grito indignado en el hombre que, sentado sobre su sofá, ve la televisión o echa un vistazo al Ipad. En los últimos días, miles de refugiados han llegado al viejo continente. El debate está servido. ¿Han de ser acogidos? La respuesta parece clara, por lo menos desde el punto de vista de la corrección política: sí. Pero no es oro todo lo que reluce y no siempre la respuesta correcta es aquella que primero se dibuja en nuestra mente. ¿Quién nos asegura que todos los que llegan a nuestras fronteras en las últimas semanas huyen de las mortíferas detonaciones? ¿Por qué hemos de pensar que ninguna de las personas que aquí vienen trae más aviesas intenciones que la huida?

Ayer le dediqué un tiempo a ojear las dramáticas imágenes, las bochornosas fotografías. Lo hice, quizás, para ser más consciente del horror. Sin embargo, en mi particular cruzada hacia la empatía, me topé con algo curioso. La mayor parte de los refugiados que aparecían en las imágenes eran hombres. Hombres en edad militar, entrando más en detalle. Sugerente, desconcertante, preocupante. Y es que si yo fuera del Estado Islámico ( o de cualquier otra agrupación yihadista) aprovecharía la situación para infiltrar, entre los refugiados, a esbirros del yihadismo; utilizaría cadáveres de niños para dar cierta lástima – tampoco se piensen que el terror mueve muchas conciencias - a una opinión pública europea demasiado acostumbrada al corto plazo y a las decisiones irreflexivas. Para así dársela a Europa con queso, como un maldito.


Ayudar a los refugiados es uno de los más acuciantes imperativos morales que nuestra inmoral sociedad debe afrontar. No obstante, la ayuda no debe radicar en abrir fronteras, pues eso constituiría más bien la ineluctable aceleración de nuestro suicidio. La solución pasa por dar esperanza a los refugiados – a los que lo son de veras - en las zonas de las que ahora huyen, por iniciar, por fin, una política razonable, unificada y coherente en Oriente Medio y en todo el mundo musulmán. O sea, en Román Paladino ( que es lo que habla cada cual con su vecino), exactamente lo contrario de lo que Occidente ha hecho hasta ahora. Y es que, en los avisperos, se antoja demasiado peligroso hacer política con el ojo puesto en las encuestas de estimación de voto.