viernes, 26 de junio de 2015

Risto y el P. Fortea

El otro día tuve la oportunidad de ver la entrevista, por llamar de alguna forma a ese grotesco espectáculo, de Risto Mejide al Padre Fortea. He de reconocer que nunca había visto una entrevista del tal Risto y que – con las loas que acompañan a su nombre cada vez que éste es pronunciado – me esperaba algo mejor. Iluso de mí, habría de saber ya que, en España, las alabanzas de la progresía patricia sólo pueden suponer putrefacción, ordinariez y simpleza.

Desde el inicio, la entrevista prometía irreverencia y nimiedad, desvergüenza y futilidad. Y es que a Mejide, ese conspicuo necio, no se le ocurrió cosa mejor que tutear al P. Fortea, como si éste fuese igual o inferior a él. Y, claro, a esta inicial osadía le siguió una serie de vomitivas preguntas en tono burlón respecto al demonio, a las que el sacerdote exorcista respondió con admirable respeto. (Véase: “¿El demonio tiene página web?”).

Mas el espectáculo llegó cuando Risto, icono de una sociedad decadente, empezó a preguntar – por no decir rebuznar – sobre la Iglesia católica en general. Nada nuevo, los topicazos de siempre. Que si la pederastia por acá, que si las inadmisibles declaraciones de los obispos respecto al aborto y el “gaymonio” por allá. Muy previsible, Mejide; con lo buena que podría haber sido la entrevista. Para variar.

Este desolador panorama, caracterizado por la infundada superioridad intelectual de quienes creen que la religión es pura superchería, fue agravado por lo que se emitió después de la entrevista: Mejide y una actriz porno, paradigma de la sicalíptica decadencia occidental, conversando en una especie de cama de color rojo pasión. Todo en un tono curiosamente desenfadado, jovial y exquisitamente respetuoso. Y es que, queridos lectores, en esta España hodierna, se enaltece a las actrices porno al tiempo que se defenestra a los religiosos; se ensalza el hedonismo al tiempo que se entierra en una profunda tumba a la pureza.

España, España, que ensalzas a las que se desnudan y apedreas a los que traen la Buena Noticia…”



lunes, 22 de junio de 2015

Democracia pura

Son ingentes las loas que, en nuestro tiempo, la democracia recibe; es abrumadora la adoración que nosotros, envueltos en su misterioso perfume teñido de grandeza, profesamos a lo que en otras épocas – menos oprobiosas quizás – no sería más que un simple régimen político. Sin embargo, estas figuradas genuflexiones que hacemos cada vez que invocamos el nombre de la sacrosanta democracia tienen un inocultable revestimiento de profunda ignorancia, de hondo desconocimiento.

La democracia – en el sentido propio del término, excluyendo el componente liberal que hogaño la matiza – es una respuesta a la pregunta de “quién gobierna”, no a la pregunta de “cómo se gobierna”. Así, no se antoja difícil alcanzar a comprender que la democracia, sin un reconocimiento previo de derechos individuales inviolables y de una razonable limitación del poder público, podría convertirse en el más despótico de los regímenes políticos, en el más tiránico de los sistemas de organización social.

Y es que nadie puede asegurar que la opinión de la mayoría sea, en todo momento, moderada y respetuosa. Y menos en tiempos en que el ser humano ha dejado de lado la razón para abrazar los sentimientos y las pasiones; en tiempos en que el intelectualismo moral de Sócrates ha sido arrojado al basurero del olvido y sustituido por esos emotivismo y subjetivismo moral que todo justifican. El ilimitado gobierno del pueblo – es decir, de la mayoría – abrazaría la opresión estulta, terminaría de cavar la tumba en que la sociedad hodierna anhela silenciar por siempre a la verdad.

Las más certeras críticas a un modelo de democracia pura fueron enunciadas por Constant – con su distinción entre la libertad de los antiguos, basada en la participación política, y la libertad de los modernos, centrada en la esfera privada y la independencia individual – y Tocqueville – quien distinguió entre la democracia despótica, en la que la soberanía del pueblo es ilimitada, y la democracia liberal, en la que la soberanía del pueblo está constreñida por los derechos individuales y la separación de poderes -. Ambos consideraban que la democracia liberal, frente a la democracia pura, suaviza y limita las pasiones; protege al pueblo de ser gobernado sempiternamente por la irracionalidad y las emociones.


El ser humano, innatamente tendente al mal, es voluble; sus opiniones cambian más que el bando de los italianos en una guerra. La construcción de un régimen político dependiente exclusivamente de su voluntad no sólo aboca a la inestabilidad y al desconcierto, sino que provoca la asunción de un relativismo que, paradójicamente, podría acabar con ese sistema político. 

domingo, 14 de junio de 2015

El llanto de ese PP traidor

Ya han sido investidos los nuevos alcaldes y presidentes de las Comunidades Autónomas; las bases para proseguir la que parece inexorable destrucción de España ya están sentadas. Y en ellas, la posición del Partido Popular es más bien irrelevante. Con pactos o sin ellos, el más traidor de los partidos políticos españoles – hacia su electorado y sus ideas – ha sufrido un severo escarmiento que probablemente sea letal.

Y, por supuesto, la debacle del partido de Rajoy ha estado acompañada de lastimosos lamentos, de lágrimas propias de plañideras que se habían creído intocables en el más falso de los funerales. Es lo que tiene, creo yo, traicionar todo lo prometido en un programa electoral pensando que eso saldría gratis. Es lo que tiene asumir la ideología de género y demás preceptos progresistas manifestados a la perfección en la acción legislativa del gobierno de Zapatero. La inacción política y la renuncia a las ideas propias se pagan. Luego llegan lágrimas en forma de arrepentimiento, llantos más propios de niños de preescolar que de políticos.

Y es que Rajoy, durante toda esta inane legislatura que todavía continúa, se ha afanado en dejar atrás esos tiempos en los que asumía un rol protagonista en cada manifestación antiterrorista; en dejar atrás esos tiempos en que se erigía, ufano, como adalid de la defensa de la vida humana en esas dignas convocatorias contra el aborto. De esos polvos vienen estos lodos, Sr Rajoy. La renuncia a defender principios, a defender valores, ha condenado al PP;  la traición ha provocado que ésos que aún votan al partido de la gaviota lo hagan con  la nariz tapada previendo, legítimamente, un mal mayor.

Muchas han sido las traiciones perpetradas durante esta legislatura: aborto, matrimonio homosexual, memoria histórica, violencia de género, etc. Sirven éstas como símbolo de la claudicación del PP ante el ideal progresista, como símbolo de una derecha que ya no está representada políticamente.


Quizás esas lágrimas que hoy inundan las páginas de los periódicos y  los programas de televisión habrían sido sonrisas satisfechas si el PP hubiese cumplido sus promesas. Quizás los aprendices españoles de Pol Pot no estarían construyendo su particular autopista hacia el averno si el gobierno de Rajoy, con sus traiciones, no hubiese dividido a una derecha harta de ser poco más que la izquierda con quince años de retraso, harta de la infundada superioridad moral del llamado “progresismo”.

jueves, 4 de junio de 2015

Ciudadanos o el sermón del cura

Unos días han transcurrido ya desde que los comicios autonómicos y municipales “cambiaron” el panorama político español. Sin embargo, el molesto tañido de la “fiesta de la democracia” sigue resonando, inasequible al desaliento, en nuestros oídos; las promesas propias del tiempo preelectoral – esas que ya no cree nadie – siguen perturbando a unos españoles hastiados ya de tanta falsedad. Y es Ciudadanos el partido más activo en la afanosa tarea de aburrir a eso que hogaño se llama ciudadanía.

Tras un relativamente positivo resultado electoral, el partido naranja ha adoptado una actitud verdaderamente disparatada. Les confieso que, de tanto oír el sintagma “líneas rojas”, Albert Rivera ha adoptado un papel protagonista en las pesadillas que perturban mi ya de por sí frágil sueño. Unas veces surge de la nada, con su sotana y su alzacuellos, en forma de sacerdote cansino que encarna la eternidad en sus sermones; y, en otras ocasiones, aparece, como Platón en La escuela de Atenas de Sanzio, con una poblada barba, señalando con el dedo al cielo y diciendo “he salido de la caverna y por eso combato la corrupción”.

Lo cierto es que la postura de Ciudadanos es aburrida, sí. Pero lo más preocupante es que un partido con un mensaje simple y pueril haya sido respaldado por tan considerable número de españoles; que un partido con un mensaje más vacuo que el pensamiento de Leire Pajín haya triunfado en lo que otrora fue un gran imperio. Cómo estarán los otros partidos, hemos de preguntarnos. Y la más acertada respuesta será la que señale los casos de corrupción diarios, las mentiras recurrentes y las sempiternas sandeces.


El partido de Albert Rivera debe posicionarse. Porque jugar con la indefinición y la ambigüedad, al tiempo que te eriges en adalid de la pureza política, es muy fácil. Es hora de que Ciudadanos nos diga qué va a hacer con el aborto – el símbolo de la barbarie legalizada – con el llamado matrimonio homosexual y con un Estado hipertrofiado que ha hecho del despilfarro su conducta más común. Es hora, en definitiva, de que Ciudadanos comience a dedicarse a la política y deje de dar lecciones de castidad desde su atril de inexperiencia.