jueves, 26 de febrero de 2015

Guerra, sanciones y penuria

En marzo del pasado año Rusia se anexionó Crimea. Desde entonces, los desmanes putinescos en el este de Europa, en particular en el este de Ucrania, se han sucedido de modo tan natural como se suceden borrascas y anticiclones, atemorizando a esos países que, tras liberarse de la hoz y el martillo, tiempo ha dieron un paso hacia Occidente.

Como casi siempre, la reacción europea - y la norteamericana - ha sido tibia. Sanción por aquí, sanción por allí. Rueda de prensa envenenada por acá, rueda de prensa envenenada por allá. Sin embargo, lo más preocupante no es la tibieza de la respuesta, sino su palmaria ineficacia, su manifiesta incompetencia. Las sanciones han quedado probadas como insuficientes y las amenazas de Putin como extremadamente coercitivas. Y no es casualidad.

El pueblo ruso está acostumbrado a sufrir, a pasar penurias. Fríos inviernos de escasez y hambre han marcado su historia. Por ello, ante las sanciones impuestas (véase la de las naranjas), Putin no puede sino desternillarse en la cara de los líderes europeos. “El pueblo ruso no se va a rendir por unas naranjas de menos “, le dirá don Vladimiro a su legítima en la intimidad de la alcoba, “¿Qué se habrán creído estos tipos tan ingenuos”?

Por el contrario, la ausencia de gas ruso amedrenta a los políticos europeos. La reacción de la sociedad sería furibunda. Europa ha olvidado qué es el sufrimiento, qué es la penuria, qué es la escasez, qué es el hambre. Europa no recuerda lo que es la dignidad, lo que es el honor, lo que es el esfuerzo. Andamos sumidos en la molicie del dinero, en la comodidad del sofá mullido. Estamos ciegos; tapan nuestros ojos el coche, la televisión, el chalé, el Ipad. Por ello, resulta inverosímil que, en un alarde de valentía, les hiciésemos ver a nuestros políticos que por encima del gas ruso, por encima del bienestar, está nuestra dignidad y nuestra honra. Pero como digo, eso es algo, ahora, inverosímil.

La sociedad occidental de hogaño es realmente fascinante. Lleva a tal nivel el anhelo de comodidad y bienestar que casi todos los demás deseos quedan parapetados bajo un opaco manto de indiferencia. Europa no está preparada para las penalidades ni de las sanciones ni de la guerra. Europa, si sigue este camino, está abocada a la más humillante de las desapariciones. La de la inconsciente rendición, la de la gozosa sumisión.


sábado, 21 de febrero de 2015

El declive de las ideologías


No seré yo, queridos lectores, el que añore las ideologías. No seré yo, se lo aseguro, el que eche de menos ese conjunto de creencias que implican una determinada y rígida visión del mundo y que han llevado a la Humanidad a vivir el período más sanguinario y atroz de su historia. Sin embargo, parece evidente que el imperio de la ideología era bastante más esperanzador (¿por qué no decir mejor?) que lo que le ha sustituido: ese reinado de la indiferencia y la incultura que la sociedad hodierna vive en sus propias carnes.

La democracia occidental se ha convertido en un mercado; el tiempo ha dado la razón a teóricos de las élites como Weber o Schumpeter. Pero no es éste un mercado de sofisticados productos reclamados por una sociedad lúcida y culta. Se trata más bien de un mercado de productos destinados a satisfacer los instintos de una masa amorfa, extremadamente ignorante y adocenada.

De este modo, todo principio, valor moral, forma de pensar, ha quedado reducida al más burdo populismo. En un intento por llegar al mayor número de electores, los políticos se esmeran en satisfacer sus quiméricas (y casi siempre disparatadas) demandas y ganarse el aplauso fácil. Incumplen promesas en aras de que más gente introduzca en las urnas el papelito con su nombre y reniegan de sus principios para que al comunista, por ejemplo, lo pueda votar un empedernido liberal. O viceversa. De hecho, ésa es la clave. Que difícilmente se puede hablar de comunistas, liberales o conservadores cuando hemos podido contemplar la asunción, por parte de estos dos últimos, de los preceptos de movimientos como la ideología de género.


Como les decía al principio del artículo, no añoro las ideologías. Añoro la defensa de algo, añoro los principios, añoro una sociedad de verdad en la que anide el pluralismo. Las masas están siempre abocadas a la catástrofe y nunca al triunfo. Y sobre todo están condenadas al fracaso esas masas inconscientemente escépticas e ignorantes, ésas cuyos valores son poco más que papel mojado, cuyos principios son los de Groucho Marx. 

miércoles, 11 de febrero de 2015

Errores palestinos

Hartos estamos de oír que lo único que puede remediar el sempiterno conflicto árabe-israelí es la creación de un Estado palestino con las fronteras anteriores a 1967. Hartos estamos de oír que Israel ocupa ilegítimamente un territorio que pertenece a los palestinos, desechando cualquier justificación de cariz histórico, cultural o tradicional, desechando la relevancia que la tierra de Sion y Jerusalén siempre ha tenido para el pueblo hebreo. No obstante, lo cierto es que, sin atender a su necesidad, que es más que refutable, un hipotético Estado palestino con las fronteras de 1948 y Jerusalén Este como capital padecería graves problemas de legitimación.

Y es que fueron los propios palestinos, y su casta gobernante dirigida por Hadj Amin Husseini, los que rechazaron la sentencia de la ONU del 29 de noviembre de 1947 que establecía la división de Tierra Santa en dos Estados, fueron ellos los que trataron de hacerse con todo el territorio y, en su acto de osadía, fracasaron. Por ello, se antoja verdaderamente sorprendente e ilegítimo que hoy reivindiquen lo que antaño con fuerza atacaron, que hoy clamen por la fracción de Tierra Santa en dos Estados cuando, por el momento, no han reconocido, ni aceptado la existencia de Israel.

Ciertamente, ha sido la intransigencia árabe la que ha dado alas al sionismo, a sus aspiraciones. En palabras de Ben Gurion: “La intransigencia árabe ha ayudado, con sus amenazas, a realizar hazañas que nunca habríamos sido capaces de lograr de otra manera”. En primer lugar, los primeros ataques a las colonias judías en Palestina compelieron a sus agricultores a emplear mano de obra judía. En segundo lugar, la violencia árabe contra los judíos de Jafa obligó a la fundación de Tel Aviv, la primera ciudad judía del mundo. Y, en tercer lugar, al negar a los supervivientes del holocausto nazi el derecho a instalarse en Palestina, los árabes forzaron al mundo en su conjunto a reconocer la necesidad de crear un hogar nacional para el pueblo judío.


No se dejen engañar. La responsabilidad de que los palestinos estén ahora como están no es sino suya y de sus infames gobernantes. La paz entre israelíes y árabes sólo se alcanzará si estos últimos son capaces de liberarse de la casta que en forma de media luna ornamentada con metralla los rige, si son capaces de aceptar los errores pretéritos y por fin reconocer la necesidad histórica del Estado de Israel. Mientras no lo hagan, y cierro mi artículo con un toque de tristeza, no habrá paz en Tierra Santa.

jueves, 5 de febrero de 2015

La lucha del liberalismo

Son muchos los que, al oír la palabra “liberalismo”, inmediatamente piensan en capitalismo o libertad de mercado. También son muchos aquéllos a los que el término “liberalismo” les suena a chino. Sin embargo, de cualquiera de ambos casos – es incluso más bochornoso el primero por la osadía de la ignorancia – se extrae un profundo desconocimiento de la teoría política, una honda incultura “filosófica” que explica gran parte de los males que hogaño nos afligen.

Lo cierto es que se antoja verdaderamente arduo encontrar elementos comunes en una tradición tan variopinta y prolongada como la liberal. No obstante, lo que resulta irrefutable es que esos elementos compartidos entre autores liberales distan mucho de estar relacionados con la libertad de mercado o el capitalismo, con el aspecto más puramente económico. No en vano encontramos en éste posturas enfrentadas como el liberalismo propietario de Hayek y Nozick y el llamado “liberalsocialismo” de Hobhouse, de Roselli y, en cierto sentido, de Rawls, con su Teoría de la justicia.

Desde su génesis – y puede considerarse ésta como su principal actitud compartida – el liberalismo ha estado preocupado por un posible abuso del poder por parte del Estado, ha estado inmerso en el intento de limitar el poder político. Para ello, ha legitimado fórmulas de limitación más naturales como la poliarquía y otras más artificiales, fruto de la ingeniería social, como la separación de poderes.

La tradición liberal, además, ha puesto especial énfasis en la primacía de los derechos individuales, convirtiendo la limitación del poder en un mero instrumento para preservar el respeto por ellos. Así, la visión de los liberales con respecto a la revolución francesa, tal y como Constant nos muestra, es esencialmente ambivalente, ya que, a pesar de haber inaugurado una sociedad meritocrática, de igualdad de oportunidades, fue extremadamente despótica y se pasó los derechos individuales por el forro de su bandera.

La lucha del liberalismo no ha sido, pues, fundamentalmente, la voluntad de establecer la libertad de mercado y el capitalismo. La lucha del liberalismo ha sido sobremanera más profunda, ha girado en torno a la primacía de los derechos individuales, a la limitación del poder público, al rechazo del paternalismo político y a la exaltación de la esfera privada.


Háganse un favor, queridos periodistas de tertulia y demás donaires de la putrefacta comedia española, no abran su boca sin saber. Seguro que alcanzan ustedes a comprender que, con sus rebuznos, banalizan aquello que, junto a las raíces judeocristianas, nos ha permitido, por lo menos, columbrar la libertad. Aunque ahora nos esmeremos en volarlo por los aires.