sábado, 24 de enero de 2015

Libertad civil y libertad política


Son muchos los que se llenan la boca hablando de las bondades de este régimen seudodemocrático-liberal que padecemos. Son aún más los que, altaneros, se ufanan de vivir en la época en que la libertad ha alcanzado su máximo esplendor. “Debemos estar orgullosos del sistema de libertades del que gozamos”, afirman. Y se quedan tan anchos. Ya saben ustedes, queridos lectores, que decir tonterías es, hoy, gratis. O casi.

Ya en tiempos del amigo Luis XIV, los defensores de la monarquía absoluta – qué tiempos aquéllos - hacían una distinción entre libertad civil y libertad política. Una distinción que ignoran políticos, periodistas y demás gentuza que hogaño lidera la llamada opinión pública. Sí, la de las dos mentiras. Ésa que ni es opinión ni es pública. En fin, yendo al grano. Libertad civil es lo que tiene uno de casa para adentro, si así me comprenden mejor.Y libertad política, ya se imaginarán ustedes qué diablos es.

El caso es que siempre que oigo a algún bufón de la corrección política jactarse de lo libres que somos, me invaden unas irreprimibles ansias de soltar en una carcajada todo el aire y después respirar. Y me acuerdo de Bodino y de su distinción. A mí no me la cuelan, me digo. He leído un poco y sé que la libertad de la que gozamos tiene mucho de ilusoria y más bien nada de real. Y es que no podemos hablar de libertad cuando los poderes políticos de las narices nos dicen dónde y cómo tenemos que fumar, cómo hemos de atarnos el cinturón en el coche y cuántos puñeteros hijos debemos tener. No más de dos a ser posible.

La verdad es que me encantaría columbrar, siquiera, la verdadera libertad. Ya ven que me conformo con poco. Me encantaría poder elegir, en serio, qué leer, qué escribir, qué comer. Pero, sobre todo, me encantaría que aquéllos que nos oprimen bajo la mascarada de la impunidad se despojen de la careta; que aquéllos que nos dictan la manera correcta de vivir – es una forma de hablar – nos digan a la cara que somos poco menos que unos títeres en sus mugrientas manos, poco menos que unos conejillos de indias con los que probar sus descabelladas ideas.


Llegará el momento en que nos digan cómo debemos mostrar cariño a nuestros hijos, cuántas carantoñas hemos de hacerles (en Reino Unido ya lo hacen). Sin embargo, no se preocupen. Les puedo asegurar que yo seguiré acordándome de don Juan Bodino.

viernes, 9 de enero de 2015

Democracia o tradición



Claro está que  “Charlie Hebdo” no es un paradigma de buen gusto. Claro está  que esa pérdida del respeto por lo sagrado, que los redactores de la revista denotan en sus viñetas, puede resumir los males que hoy día azotan a Occidente. Sin embargo, claro está también que esos desalmados yihadistas – dispensen el epíteto – sólo utilizaron tales afrentas como pretexto para perpetrar un nuevo golpe de mano manchado de sangre en Europa.

Durante estos días, todos hemos podido presenciar una satanización de “Pegida”, un movimiento que – por si no lo saben ustedes, queridos lectores – clama contra la islamización de Europa, un  movimiento en el que anida el temor por la creciente oleada de violencia cuya génesis se halla en el Corán. Se les ha acusado de nazis, de fascistas, de intolerantes. De xenófobos, de racistas y de reaccionarios. Todos los insultos valen para atacar al mal encarnado.

En fin, yendo al tema. Sin duda alguna, la actitud de “Pegida” es inaceptable, inadmisible, desde un punto de vista democrático. No en vano, uno de los principales rasgos de nuestra putrefacta y decadente democracia es la ilimitada tolerancia con algunos, el ilimitado relativismo, camuflado por un buenismo a todas luces suicida, que en el trato con unos pocos impera.

Sin embargo, parece obvio que la islamización de Europa es preocupante para aquéllos que no deseamos que de las grúas cuelguen homosexuales y de lapidaciones mueran mujeres, para aquéllos que no anhelamos una desaparición de toda tolerancia, para aquéllos que rechazamos el fundamentalismo. De este modo, resulta evidente que ese respeto por el Islam ha de ser constreñido, resulta evidente que, cuando las mezquitas se han tornado en el horno en que se cocina la destrucción de Occidente, debemos esmerarnos en la defensa de los pocos valores que aún nos quedan.


Se nos presenta un tiempo apasionante. Un tiempo en que, si nuestra democracia no encuentra una vía para combatir efectivamente la islamización de Europa, nos veremos abocados a elegir entre ella – la democracia – y la defensa de nuestra rica tradición. Un tiempo en que habremos elegir entre un simple régimen político y nuestra cultura, nuestros valores, nuestra forma de pensar, nuestra más honda libertad. No sé ustedes, pero yo ya tengo clara mi elección.